Increíble pero cierto. Esa absurda decisión les cambia la rutina, clave de sus vidas y su tratamiento, pero ni su llanto ni su desconcierto conmueven a las autoridades
«Autismo: trastorno psicológico que se caracteriza por la intensa concentración de una persona en su mundo interior y la progresiva pérdida de contacto con la realidad exterior. Por lo general dura toda la vida»
(Manual de Psiquiatría Infantil de J. de Ajuriaguerra)
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«Hoy hay partido». El anuncio, que en términos de fútbol suele ser expectante y feliz, es un drama en el Instituto San Martín de Porres (Isidro Casanova, La Matanza), al que van, de lunes a viernes, 350 niños y jóvenes autistas.
Porque el lugar está apenas a dos cuadras de la cancha del club Almirante Brown, hoy en la Primera B Metropolitana.
Durante mucho tiempo, la vecindad fue calma y amistosa: las clases en el instituto terminan a las cuatro y media de la tarde, y los partidos de «La Fragata», apodo de Almirante, se jugaban los sábados.
Pero de pronto sucedió algo proverbial en el país: cuando hay una solución… se le crea un problema.
Los caprichos de la AFA determinaron que algunos partidos de la B Metro –como otros tantos– se jugaran en días de semana no habituales (lunes, martes, viernes), y por la tarde: puntapié inicial (valga la metáfora…) del conflicto. Porque cada vez que Almirante juega de local en esos días, la policía, por seguridad, desaloja el instituto tres horas antes…¡Cuando los chicos están en clase!
Esto, que en chicos no autistas sería una pérdida de horas de estudio (lo mismo que los infinitos paros y la colección de feriados largos), para los autistas es una grave alteración de su rutina: algo central para su vida, su tratamiento y sus actividades. Esa ruptura, en personalidades definidas por una súper rigidez estructural, los angustia profundamente.
Marco Carrizo, padre de un chico de 14 años, dice que «Camilo se fastidia, se pone a llorar, se torna nervioso y agresivo, y no hay manera de explicarle qué pasa, ni de consolarlo, porque su angustia no se traduce en palabras».
Pero el drama no es de una sola mano. Elida Ojeda, madre de Daniela (26), cuenta que estos cambios la obligan a faltar a su trabajo, «donde comprenden la razón, pero no la reconocen ni la recompensan. ¿Qué puedo hacer, si estoy separada y ella es mi única hija?».
Además, ese brusco golpe de timón en la rutina de los alumnos tiene caras aún peores… Dijo Claudio Hunter Watts, socio fundador y presidente de la Cooperativa San Martín de Porres: «Con el club no tenemos problemas: presta un buen servicio a la comunidad. ¡Pero no puede manejar a las barras! Que a veces, cuando nos retrasamos un poco con el desalojo, ¡invadieron la escuela, y tuvimos que refugiarnos para que no nos agredieran!»
Daniel Romano, coordinador del Centro Educativo Terapéutico (el instituto tiene dos más: Escuela de Educación Especial y Programa de Transición a la Vida Adulta), recuerda: «Una vez, antes de que desalojáramos nuestro lugar empezó un tiroteo, y estuvimos casi una hora como rehenes»
El conflicto lleva años. Las autoridades del Porres y los padres de los chicos piden que Almirante juegue, como local, de noche, o de día los fines de semana. Es decir, no claman por el cielo, el oro y el moro…
Sus modestos y justos ruegos llegaron hace largo tiempo a la Agencia de Prevención de la Violencia en el Deporte (APREVIDE) –ojalá su eficacia fuera tan larga como su nombre…–, a la convulsa y controvertida AFA –¡a buen puerto por leña!–, al municipio de la Matanza, y al gobierno provincial. Pero hasta ahora, silenzio stampa…
En el Porres, además de los 350 alumnos, trabajan 220 almas, entre docentes y personal de otras tareas. Los desalojos tres horas antes de los partidos, cada dos semanas, empezaron hace un año.
Hunter Watts aclara: «La policía nos cuida…, pero los barras son gente muy peligrosa». Y sospecha que «los responsables ponen a Almirante en esos horarios, porque los partidos que para la televisión son más importantes van a la noche. Es una cuestión de números. Nosotros no les importamos…».
Ana María Stiuso, Vanesa Ludueña y Daniel Romano, coordinadores de las unidades terapéuticas y educativas, coinciden en el diagnóstico: «Las 350 familias alteran su ritmo porque los chicos vuelven antes. Y para ellos, esos cambios alteran su conducta e impiden su aprendizaje. Cuando llega el desalojo se angustian, lloran, se desorganizan, y el entorno los abruma: los barras, los bombos, las peleas, los tiros a veces. Se han puesto chapones en los frentes del Porres, sobre la calle Lascano, porque si hay balazos nunca se sabe dónde pegan. Para colmo, antes había dos barras enfrentadas… ¡y ahora hay cuatro!».
Myriam Reynoso, madre de Evelyn (23), cuenta que su hija va al Centro de Educación Terapéutica desde hace ocho años, pero las interrupciones de rutina la afectan muchísimo. «Se angustia, llora, tengo que faltar al trabajo… Es muy difícil manejar esa situación. El viernes, algunos chicos volvieron de un viaje a Mar del Plata, ¡y tuvieron que bajarlos en el Club Portugués, a cuatro cuadras de un tiroteo! ¿Estamos esperando que haya un muerto?».
No hay dudas. Ni desde los libros de psiquiatría ni desde la experiencia de los maestros y los padres. Es muy difícil manejar a un chico o un joven autista. A veces entienden el porqué de un cambio. A veces no.
Algunos se levantan y dicen «escuela, escuela». ¿Cómo explicarles que no porque hay desalojo y partido de fútbol? Necesitan vivir bajo una agenda, una rutina, un ritmo. Lo contrario les provoca llanto, furia, tristeza. Algunos se muerden o se golpean. Pero todos sufren.